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¿Es “bueno” el pueblo de México?, como dice AMLO

¿El pueblo de México es “bueno”, como asegura el presidente Andrés Manuel López Obrador? La pregunta alude a una parte central de su discurso político. La aseveración la machaca en las ruedas de prensa mañaneras, en sus actos masivos y en ceremonias oficiales. Además de “bueno”, al pueblo le encuentra virtudes como que es “honesto”, “trabajador”, “recto” y otras bondades.

El concepto de pueblo ha sido discutido académicamente. Pero intentemos analizarlo desde la perspectiva de López Obrador. Como hipótesis, a partir de su discurso, el pueblo no abarca a las élites económicas y políticas objeto de sus críticas; tampoco a “conservadores” o “neoliberales”. Más bien el pueblo lo integrarían los asalariados de bajos ingresos; los olvidados de las políticas públicas. El pueblo sería la inmensa mayoría del país e incluye a clasemedieros venidos a menos, estudiantes, pequeños empresarios, empleados, campesinos y comerciantes, entre otros.

El concepto bueno presupone que existen malos. Esa clasificación construida bajo la lógica moral, dicotómica, de buenos y malos, encaja en el discurso de promoción que de los “valores” hace López Obrador. Eso explica la cartilla moral que distribuye el gobierno federal. El discurso de “buenos” y “malos” es, con sus matices, similar al del PAN y las iglesias mexicanas. Desde ese mapa, los que se dicen “buenos” pintan una frontera que excluye a los que piensan y/o actúan distinto, los “malos”.

En realidad, el pueblo no es bueno, a secas; es bueno y malo, las dos. Bajo ciertas condiciones el “pueblo bueno” lincha personas, tira basura, participa en corruptelas, comete feminicidios, roba ductos de Pemex, vende droga, etcétera. Pero también es héroe en tragedias nacionales, atiende ancianos desvalidos, protege a su familia, coopera para la Cruz Roja, cuida animales, etcétera. Por consiguiente, es bueno y malo a la vez. Las circunstancias socioculturales, económicas, educativas y políticas influyen para que actúe de un modo, de otro o ambos. Es connatural al ser humano tener rostros múltiples, como señalan psicólogos sociales.

Con habilidad comunicativa, lo anterior lo hace a un lado López Obrador en su discurso. Cuando habla de quienes actúan “mal” no alude al pueblo, sino a grupos, instituciones o personas concretas; a quienes son corruptos, por ejemplo. En su discurso, si buenos se corrompen es porque fallaron las políticas públicas del Estado. Son Los olvidados, de Luis Buñuel, a los que se debe rescatar o respaldar con programas sociales. Para, ahora sí, aislar a los malos, a los profesionales de la maldad, diríamos.

Centrar su discurso político moral en las bondades del pueblo genera efectos psicológicos. Destaca, reivindica, alienta lo que considera portarse bien. Tiene una connotación positiva. Enfoca la atención. Es un lenguaje sencillo, sin recovecos, casi inocente, que llega al pueblo, que se siente gratificado, reconocido, valorado, tras décadas en que los anteriores discursos llegaron con mentiras y corrupción. El mandatario separa la historia; el presente es, ahora sí, de los buenos. Con el lenguaje construye esperanzas e identidades.

A los buenos los pone en primer plano. Pocos, seguramente, se reconocen como malos. El discurso presidencial halla eco en un pueblo con la creencia religiosa instalada de que el reino celestial, con su casi equivalente terrenal, la 4T, será para el bienestar de los buenos. Y como política de comunicación social, hasta ahora le ha funcionado a López Obrador. Pero ¿hasta cuándo? Un personaje popular de la televisión sintetizaba con claridad ese discurso: “¡Síganme los buenos!”.

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JJ/I