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Un México violento
Porque nos la quitaron
El jefe policiaco entró vestido de civil al café, como cualquier cliente que una mañana va por su aromática descarga de cafeína. En la avenida, frente al negocio, circulaban, unos tras otros, los vehículos, en un día normal que marcaba el comienzo de la semana. Sin escoltas, se adentró por la pequeña terraza. Ingresó sin protección alguna, como lo hace un ciudadano común que trae su mente ocupada no en posibles riesgos a su seguridad, sino en otros asuntos o pendientes.
Al dar los primeros pasos, el mando policial observó que, a un lado del ingreso, a su derecha, alrededor de una mesa se hallaba una pareja, y a su izquierda, otra más; como sucede en cualquier cafetería, a donde acuden hombres y mujeres a conversar. Él quedó momentáneamente en medio, mientras se dirigía a la puerta del negocio. Era un día ordinario. No se percibía alguna posible amenaza a la integridad. La escena puede replicarse en otros espacios o tiempos, con otras personas, en similares circunstancias que no presagian violencias.
Apenas el mando policial atravesó la pequeña terraza y dio la espalda a las dos parejas, cuando pretendía abrir la puerta y meterse a la cafetería, los cuatro agresores sacaron las pistolas que ocultaban. La mañana pacífica fue rota con los sonidos de las balas. En menos de cinco segundos le dispararon por la espalda al jefe policiaco, quien no tuvo oportunidad de poder defenderse o pedir apoyo. Se desplomó en la terraza, de espaldas. Ya en el piso le siguieron disparando. De los agresores, tres corrieron hacia la avenida. Uno de ellos, arma en mano, saltó ágilmente sobre el cuerpo agonizante y emprendió la huida con sus cómplices hacia la calle. Ya los esperaban sicarios para facilitarles el escape.
Una de los criminales entró a la cafetería. El jefe policiaco quedó tendido, agonizante, con un ligero temblor del brazo derecho. De nuevo, manos asesinas le dispararon para rematarlo. Las balas dejaron sin vida a quien tenía décadas como jefe policiaco. Bastaron pocos segundos para por años infundir dolor a su familia, amigos y compañeros, luego que conocieron la tragedia. La condena del asesinato fue unánime.
El crimen es un símil de la agobiante crisis de inseguridad pública que enfrentan habitantes de Jalisco y el resto del país. Como sucede con los cientos de miles de asesinatos de los últimos años, es una muestra, una más, de otra crisis que está detrás, la deshumanizadora. El otro no importa. Sus derechos se pisotean, se escupen, se trituran. Tiro a tiro o ráfaga a ráfaga, con cualquier arma, no importa. Para los asesinos, el otro o la otra son desechables, similar a cualquier mercancía que se usa y se tira. Sin saber o sabiendo, los agresores, un día, un día, podrían ser desechados: por su banda y por la sociedad. Y lo desechable puede terminar lesionado, en un reclusorio o en una tumba.
El jefe policial victimado representa a los mexicanos que, pacíficos, realizan sus actividades de diario, y que sorpresivamente son acribillados de manera cobarde, sin que nadie pueda intervenir o hacer algo para evitarlo. Las instituciones para salvaguardar vidas y bienes no están presentes, no previenen, llegan tarde, son meros testigos tardíos de lo que sucedió, y no protagonistas de lo que debieron evitar. Son levantadoras de cuerpos sin vida, recogedoras de pedazos de cadáveres, excavadoras de fosas clandestinas, fedatarias del terror, contadoras de historias de muerte, meras transcriptoras de denuncias para el archivo, navegadoras de las cañerías de la locura humana.
Los asesinos, las asesinas, son en su mayoría jóvenes que un día decidieron o se les forzó a ser reclutados, a ponerse del lado de los criminales. Que truncaron sus vidas cortando las de otros. Que tener en sus manos dinero, droga y armas les hizo sentirse con un ilegal poder, un poder bañado en sangre y con adrenalina de la violencia. Cada uno con sus oscuras razones, injustificados caminos, entró al infierno del que se sale envuelto en llamas.
X: @SergioRenedDios
jl/I