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Saturado el 911
Posando para la foto
Con el paso de los días, las historias sobre la pandemia se han acercado a nuestras vidas, a personas que queremos y nos importan.
Han dejado de ser noticias en los medios de comunicación o en las redes sociales y son lo que les pasa a amigos, familiares, vecinos, compañeros de trabajo o a nosotros mismos.
Leemos de gente sin empleo, empresarios de todo tamaño que han cerrado sus negocios; escuchamos de personas que enfermaron de gravedad y murieron; vemos imágenes de hospitales llenos, con personal que trabaja con carencias, aunque con hartas ganas, compromiso y vocación.
Pero cuando esas historias comienzan a rodearnos, cuando las escuchas de quienes las viven, cuando conoces a alguien que ha sido trastocado por esta terrible situación, algo cambia.
Esta semana supe de una historia así. Me dejó con el corazón apachurrado. Hasta ahora, todo lo que había llegado a mí eran personas lejanas que no tenían un nombre conocido ni un rostro familiar.
El año pasado enfermó y se llenó de deudas. Este año había comenzado a trabajar para poder pagar todo eso que debía, pero se atravesó “una pandemia” y se quedó sin empleo. Sumido en la depresión y sin ingresos, su vida se complicó. Recibía algo de ayuda de sus vecinos y, me cuenta con cierta naturalidad, llegó un momento en que no tenía de comer.
Cosas básicas en casa se descompusieron. Se quedó sin agua y sin gas. De electricidad, ni hablar.
Su trabajo original no tiene trascendencia en estos momentos convulsos.
Un día, me comenta sin ser específico, se levantó y vio a sus compañeros, sus mascotas. En ellos, en ese amor incondicional que nos regalan, encontró parte del ánimo para intentar, a pesar de todas las apuestas en contra, levantarse y seguir adelante.
Comenzó a hacer mandados en las cercanías. En cuanto pudo, a su celular le compró crédito y publicó en redes sus servicios de encargos. No necesariamente por pago en efectivo, también acepta comida preparada o no perecedera, y alimento para mascotas.
Ahí llegué yo. Vi su publicación y me parecía conocido. Comencé a conversar con él y encontré el vínculo. Nunca fuimos cercanos, pero tenía claro quién era.
En la charla me contó lo que aquí escribo. Me dijo muy contento que había canjeado un trabajo casero por un buen baño. Por alguna razón eso me causó mucho dolor. Pensar en que alguien se encuentra en una situación tan adversa que ni siquiera puede permitirse tomar un baño con agua limpia, en un lugar adecuado. Pero al mismo tiempo, su ánimo me sorprendió.
Conversamos sobre sus mascotas, me enseñó fotografías. Limpias, queridas. ¿Cómo personas que a veces apenas tienen lo mínimo poseen tanto corazón como para procurar lo mejor para sus animales? “No todo está perdido. Me levanto a trabajar por mis perros”, enfatizó. Si ellos no nos dejan, nosotros no debemos dejarlos.
Apenas esta semana ha juntado algo más de dinero. Su teléfono circula en varios grupos en los que ofrece mandados. No se quiere dejar vencer, aunque los momentos parecen una fuerte corriente en contra.
“Yo puedo comprarte algo para tus perros”, le digo. “Así lo que consigas esta semana es para ti”. Ahora está por arreglar las cosas necesarias para volver a tener agua potable en casa. Y ahí va, de a poco, aferrándose a aquello que lo motiva.
Ese día me puse a llorar. Nadie, pienso, debería carecer de comida para llenar su estómago, con pandemia o sin ella. Nadie debería tener que elegir entre comprar algo para alimentarse o arreglar una falla en casa para tener agua corriente. Nadie tendría que revolver la basura porque no hay más que llevarse a la boca.
Y si de estos momentos horribles no salimos un poco menos peores personas, si la empatía no nos toca tantito después de saber historias como ésta, si no reconocemos que hay personas privilegiadas, incluso por el azar, tal vez no hayamos aprendido nada.
Lo que importa.
Twitter: @perlavelasco
jl/I