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Las designaciones públicas

Para formar parte del personal que presta un servicio público existen básicamente dos formas: ser electo a través del voto o recibir la designación para desempeñar un cargo de parte de alguno de los tres poderes que constituyen nuestro gobierno, el Ejecutivo, Legislativo o Judicial, o por parte de quien, a su vez, recibió la titularidad de un organismo público autónomo, como lo son la Comisión de Derechos Humanos, el Instituto de Transparencia o el Instituto Electoral.

Las reglas electorales son más o menos claras para la mayoría de las personas: cada aspirante a un puesto hace campaña para conseguir la mayor cantidad posible de votos a su favor y gana quien obtiene el mayor número, siempre y cuando no haga trampa. En estos casos la ventaja es que es posible revisar públicamente la idoneidad de cada aspirante a un puesto, así como su proyecto, para que cada quien decida a quién darle su voto.

El procedimiento electoral es muy útil cuando se trata de poner a discusión las visiones de lo que nuestro municipio, estado o país necesita. Sin embargo, hay cargos dentro del servicio público que no es sano someter a las reglas del juego electoral, como lo son la titularidad de los organismos autónomos que mencioné arriba, y algunos otros, porque en esos casos no está en juego una visión de lo que requerimos, sino la prestación de un servicio especializado con la responsabilidad de garantizar un derecho, y no está por demás señalar que la garantía de un derecho no debe depender de la popularidad de una persona, sino de su capacidad e idoneidad para hacerlo.

Esa es la razón por la que los titulares de ese tipo de cargos sean designados por el gobernador o por los diputados, dado que a ellos se les delegó el poder del pueblo para que tomen las decisiones más favorables para el propio pueblo. Ahora bien, en muchas ocasiones el proceso para designar a las personas que se desempeñarán en esos puestos es sumamente discrecional, es decir, está sujeto al capricho de quien por ley debe decidir a quién darle ese encargo público, y en esas circunstancias es claro que es más probable que se designe a una persona que tiene la confianza de quien resuelve, aunque no necesariamente sea la más idónea. A esto es a lo que se llama apadrinar.

El problema con los padrinazgos es que suelen abrir la puerta a la corrupción, pues en caso de que un servidor público tenga que tomar decisiones que pudieran afectar negativamente a quien le otorgó el puesto, lo más probable es que proteja los intereses de su padrino, incluso si eso implica violar derechos humanos o cometer una injusticia.

Este es el motivo por el que recientemente ha habido debate en torno a los procedimientos para designar magistrados judiciales, a los directores de la Secretaría Ejecutiva del Sistema Anticorrupción, y hasta al director de C7 Jalisco, porque no hay procedimientos que permitan asegurar que esos puestos serán ocupados por las personas más capaces e idóneas.

Y si bien en el caso de la Secretaría Ejecutiva del Sistema Anticorrupción se decidió reponer el proceso de designación y hacerlo mediante un modelo que asegure una competencia justa, con reglas claras y transparentes, considero que deberíamos comenzar a discutir una ley de designaciones públicas, que nos brinde la certeza de que quienes tendrán a su cargo la responsabilidad de garantizar un derecho, sea el acceso a la justicia, a la información, a la participación electoral, a la cultura, o cualquier otro, sean las mejores personas para el puesto.

Y para que eso ocurra es necesario seguir procedimientos que dejen constancia de la pericia y trayectoria de cada aspirante al cargo, de forma tal que quien obtenga la designación tenga claro que se la debe a su propio desempeño y se esfuerce por seguir dando buenos resultados a la población.

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@albayardo

JJ/I