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Festejos
Rumbo a Villanueva
He estado todo el día pensando en cómo es que a veces el periodismo abruma y hasta se siente que, en algunas ocasiones, la realidad fuera oscura y solo nos devorara para después echarnos fuera y comernos de nuevo.
Sé por qué tengo todo el día pensando en ello. Estoy tomando un curso en el que esta semana platicamos un poco, en términos generales de una de las aristas, de que estamos inmersos en una realidad más pesimista de la que en verdad ocurre en el mundo. Las malas noticias nos llevan a ese estado mental de creer que nada tiene remedio, que no podemos hacer nada para cambiar nuestro entorno, que esas mismas noticias nos absorben y nos ponen de malas.
Richard Fletcher, director de Investigación del Reuters Institute for the Study of Journalism, en el marco del Digital News Report 2024, señala que, en países de América Latina, como México y Colombia, quienes consumen noticias lo que quieren es que se cubra la necesidad básica de entender (educarse y obtener perspectiva), lo que se traduce en “Noticias que me ayudan a conocer más sobre temas y eventos” y “Noticias que ofrecen diferentes visiones sobre temas de actualidad”. Pero la necesidad sentir-inspirar (“Noticias que me hacen sentir mejor acerca del mundo”) crece entre quienes evitan las noticias clásicas y entre los más jóvenes, “lo que la convierte en una prioridad aún mayor para los medios que quieran atraer a estas audiencias” (https://shre.ink/D8uv).
Si eso ocurre con los lectores, ¿qué pasa con quienes a diario tenemos que, porque es parte de lo que hacemos en este oficio, convivir con ese discurso, con esas historias, como esa vertiente de la realidad que no suele ser tan grata?
A mí me pasó en la pandemia. Leer inevitablemente todos los días información sobre cuántas personas morían, tratar con fuentes, portales, agencias que alertaban todo el tiempo, a cada paso, de lo terrible que estaba pasando en el mundo, me dejaba fundida, con miedo, con el corazón adolorido, con la mente dando vueltas sobre aquello que podría salir mal en cualquier momento, sin que, desde mi lugar frente a una computadora, pudiera hacer algo más que ser consumida por la impotencia, el enojo, la tristeza.
Terminaba mi jornada laboral y buscaba videos de gatitos, de bebés deshechos en risas, de animalitos haciendo cosas tiernas, de niños y niñas jugando, de chicas y chicos cocinando platillos que jamás prepararía. Necesitaba hallar cierta felicidad, necesitaba tranquilidad, necesitaba despejar mi mente de camillas con gente muerta, de hospitales rebasados, de panteones abriendo espacios extra porque ya no había lugares para tantas personas fallecidas.
Creo que todos hemos pasado por momentos de agobio de esa magnitud, en los que queremos acallar todo lo de afuera, que deseamos dejar un momento de toparnos con los malos panoramas de siempre, con las horribles historias que atraviesan los demás, de abrir nuestras redes sociales o una revista o prender la radio y no hallarnos con el mundo en colapso. Y quienes estamos en los medios no estamos exentos de ello.
Seguro no es la panacea y muchos lo han hecho en diferentes momentos, pero en estos tiempos de sobreexposición y sobreestimulación, el periodismo y los periodistas (o quienes formamos parte del gremio) podríamos tener estas conversaciones que nos ayuden a reconocer aquello que está incrustado a tal punto en nuestro sistema que lo vemos inherente al trabajo que hacemos, cuando no debería ser así.
Aunque sea para tener otras perspectivas.
O como desahogo.
X: @perlavelasco
jl/I