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Un México violento
Porque nos la quitaron
Tuve la oportunidad de participar en el foro de reflexión ¿Qué sigue para Jalisco?, organizado desde la Secretaría de Planeación y Participación Ciudadana del estado; el tema se centró en cultura de paz y justicia social.
Siguiendo al sociólogo Jhoan Galtung en su propuesta para identificar las distintas violencias, generalmente se reconoce la violencia directa como la más explícita (agresión física, amenazas, daños, sometimiento físico, sexual, verbal o psicológico, golpes y asesinato) y es más difícil identificar que nuestra sociedad enfrenta una violencia estructural provocada por relaciones de poder injustas que derivan en pobreza, hambre, analfabetismo, discriminación, crímenes de género, conflictos políticos, ecocidio y demás males sistémicos que aquejan a la sociedad. Tanto la violencia directa como la estructural tiene un componente cultural que justifica en el imaginario la opresión sistémica, recurriendo para hacerlo a la desinformación; la justificación de la corrupción y la impunidad.
La(s) violencia(s) se traduce(n) en asumir que ese contexto es lo normal y puede inmovilizar, porque nos lleva a pensar que el estado de cosas es permanente. La normalización de la violencia nos hace perder la capacidad de asombro ante problemas sociales muy graves, como el hallazgo de cientos de fosas clandestinas en el país, el incremento de los feminicidios que son la forma más extrema de violencia contra las mujeres y frente a los miles de personas desaparecidas.
Por ello resulta imprescindible desaprender o desnormalizar la violencia e iniciar un camino hacia la construcción de paz, comprendiendo que es un proceso que debe llevar a que las necesidades fundamentales de los seres humanos estén resueltas, que propicie un campo de actuación para iniciativas surgidas desde la comunidad y trazar una ruta que se construya colectivamente pensando en modelos convivenciales pacíficos que beneficien al conjunto de la ciudadanía.
Algunos elementos en la construcción de paz implicarían abordar el proceso desde las agendas políticas y sociales, de actores institucionales, pero también de redes y colectivos que emprenden su accionar en la base, desde abajo; cambiar la narrativa de la violencia; erradicar un sistema económico que privilegia el consumo por encima de la dignidad humana y del cuidado ambiental; implementar en los hechos un proceso de educación para la paz siguiendo las directrices y principios que se establecieron en la reforma al artículo tercero constitucional en materia educativa, aprobada en 2019 por todos los grupos parlamentarios del país.
Hay diversas visiones sobre cultura de paz; desde la mirada de la socióloga Elise Boulding se entiende como una cultura que incluye maneras de vivir, patrones de creencias, valores y comportamientos, acompañados de acuerdos institucionales que promuevan el cuidado y bienestar mutuo con igualdad que permita la apreciación de las diferencias, la inclusión de la diversidad, así como el reparto equitativo de los bienes de la tierra entre sus miembros y con todos los seres vivos. El concepto de paz se determina por cuestiones de etnia, género, clase social, identidad sexual y en ese sentido su aproximación debe contener todas esas dimensiones.
Siguiendo con el pensamiento de Boulding podemos afirmar que es esencial una educación que expanda la capacidad de imaginar un mundo diferente, la imaginación da el poder para actuar a favor del cambio social y poner en marcha aventuras pacíficas constructivas. Educar para la paz y entender la paz como un proceso de transformación social que debe incluir participación comunitaria amplia y diversa.
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jl/I