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Perder la ciudad

Quienes hemos vivido en esta ciudad conurbada, al menos desde principios de los años setenta del siglo 20, lo vemos, lo sentimos, lo lamentamos: estamos perdiendo rápidamente aquella ciudad de dimensiones más o menos humanas en la que, por lo mismo, de manera cotidiana, se podía tener vínculos y cercanía con los bienes naturales comunes. Resultaba fácil encontrarse con ellos dentro y en la periferia de la ciudad. La urbanización no alcanzaba el poder destructivo actual. La ciudad tenía otros olores. El aire era limpio, el agua no faltaba y se podía encontrar a poca profundidad del suelo. No había tandeos. Los incendios forestales no eran tan frecuentes y, al no haber tantos vehículos, los congestionamientos viales no eran muy conocidos. Esos, se decía, eran problemas de la Ciudad de México. Por supuesto no había personas desaparecidas ni cárteles de narcotraficantes.

Tampoco es que fuera un paraíso. Había problemas propios de los procesos urbano-industriales que, a nivel mundial, estaban en marcha. Por ello no fue casualidad que, en 1972, en Estocolmo, se realizara la primera conferencia internacional sobre los problemas del medio humano; que ese mismo año se publicara el libro Los límites del crecimiento y un año después, en 1973, se exhibiera la película de ciencia ficción Cuando el destino nos alcance. De tres maneras diferentes se anunciaba al mundo el desastre que venía y se advertía de los cambios sustantivos que deberían hacerse al modelo de desarrollo para evitarlo. Se dijo claramente que muchos de los desastres podrían tener como escenario las ciudades.

El mensaje fue claro. Había que abandonar la idea del crecimiento sin límites. Sin embargo, nadie, a nivel internacional, nacional, y muchos menos a nivel estatal y local, hizo caso a las alarmas. En el mundo se impuso la lógica de la máquina productivista que enfatizaba que los bienes naturales comunes, llamados recursos naturales, eran infinitos y que, entonces las ciudades, en este caso Guadalajara, podría crecer desmesuradamente arrasando lo natural que encontrara a su paso.

Por ello es que no es ninguna novedad afirmar que esta ciudad conurbada sigue perdiendo los atributos que tenía hace medio siglo. La libertad con la que el cartel inmobiliario ha desplegado sobre ella sus procesos destructivos y de acumulación le ha cambiado el perfil arquitectónico tradicional que mantuvo por siglos. Con sus violentas y devastadoras intervenciones han logrado que la Guadalajara metropolitana sea lo que ahora se conoce como una no-ciudad. Es decir, una ciudad como cualquier otra del mundo.

Quienes históricamente han diseñado la construcción y deconstrucción de esta ciudad se han guiado por una idea falsa de modernidad. Como si modernidad significara tener el mayor número de habitantes que ahora, viven o vivirán hacinados en torres de cemento, aluminio y cristal cada vez más altos y peligrosos. Desde su perspectiva, Guadalajara es moderna porque no duerme. Tiene actividades las 24 hora del día, obviando que eso significa el consumo de grandes cantidades de energía fósil; produce miles de toneladas de basura eufemísticamente llamadas residuos urbanos sólidos y consume agua al por mayor en actividades productivas de dudosa reputación.

Una ciudad que pierde no solamente su dimensión humana sino también su esencia histórica. Pero si eso nos parece mal, aún hay algo peor. Una ciudad que día a día, obra tras obra, profundiza su ruptura con los bienes naturales comunes (la naturaleza), afirmando el principio inmobiliario capitalista de que esta forma de ciudad es tan importante que justifica la destrucción de todo lo natural a su alrededor.

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