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Jueces nuevos renunciando
Porque nos la quitaron
En términos simples, podemos decir que la integridad es la coherencia entre el propio comportamiento y los valores que alguien dice defender, especialmente en casos en los que puede haber un conflicto entre esos valores y los intereses de la persona. Es claro que es humanamente imposible comportarse de manera totalmente íntegra, pero mientras más íntegra es una persona, más confiable resulta.
En muchos ámbitos profesionales la integridad es más o menos fácil de identificar, tanto en sus rasgos afirmativos, como los negativos. Por ejemplo, en el ámbito académico el compromiso con la verdad y la objetividad implica el respeto al trabajo ajeno, y por lo tanto se prohíbe el plagio; se promueve el rigor en la forma de obtener, procesar y reportar la información, en vez de la improvisación o la mera especulación; se da cuenta de los resultados tal como se obtuvieron, y no se deben alterar, aunque contradigan las creencias propias o las de las demás personas.
En muchas profesiones es relativamente fácil definir qué se espera de alguien que la ejerce con integridad; sin embargo, no es así en lo que se refiere al ámbito público, dada la complejidad de los procesos de toma de decisiones, así como de los procedimientos que es necesario seguir para llevar las decisiones a la práctica.
Por eso me parece muy interesante la idea expresada por Eduardo Bohórquez, director ejecutivo de Transparencia Mexicana, en el sentido de que en México habría que entender la integridad pública como el cumplimiento de lo que mandata el artículo 1 de nuestra Constitución, que establece que todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de respetar, proteger, promover y garantizar los derechos humanos.
De entrada, la propuesta me gusta porque hace más sencillo, relativamente, que cualquier funcionario pueda valorar su conducta, dado que “solo” debe confrontarla con los valores que ampara el derecho internacional de los derechos humanos, y lo mismo ocurre con la ciudadanía, que tiene exactamente la misma posibilidad de valorarla con una pregunta como esta: ¿Tal decisión, su proceso y su resultado, contribuyen a aumentar el respeto, protección, promoción o garantía de los derechos humanos de las personas que están a cargo del Estado mexicano? Si la respuesta es no, entonces es muy probable que estemos ante un acto de corrupción.
Ahora bien, lo que no resulta tan sencillo es tener claridad de qué queremos decir con derechos humanos en cada caso en particular, dado que México ha firmado más de un centenar de tratados internacionales que protegen uno o varios derechos cada uno. Por lo que, para disminuir un poco la complejidad del tema, propongo que la integridad pública se guíe, en primera instancia, por los principios de derechos humanos aplicables a las políticas públicas.
Entonces, habría que preguntarse si la decisión pública es eficaz, en el sentido de que contribuye a satisfacer los niveles mínimos esenciales de disfrute de los derechos humanos aplicables al caso; si promueve la eficiencia, y por lo tanto permite que se aprovechen al máximo los recursos públicos disponibles; si las medidas implementadas contribuyen a atender de manera efectiva las demandas y necesidades vitales de la población, especialmente aquellas que son indispensables para vivir con dignidad; si hay progresividad en los resultados; si se fomentan la participación y la inclusión; si se trabaja con una visión transversal e integral, que permita articular los esfuerzos públicos, sociales y privados; y si todo lo anterior se hace con transparencia y se rinden cuentas de todo.
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