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A erradicarlo
Y el sarampión avanza
Cuando alguien muere es inevitable que por momentos nos lleguen los arrepentimientos; que nos lleguen dolores y recuerdos que teníamos profundamente guardados, allá, en lugares donde no nos evidencian.
Pensamos en que podíamos haber sido más gentiles con quien ahora ya no está; podíamos haber sido un hijo más piadoso, una hermana más considerada, un nieto con mejor disposición, una madre más comprensiva.
Mi abuela habría cumplido 100 años este 21 de noviembre y ahora, tras seis años y meses de su fallecimiento y con mi adultez de cuatro décadas, he traído a mi mente esos momentos en los que podría haber aprovechado más su paso por este universo, al que terminamos volviendo al hacernos polvo.
Cuando llegó mi adolescencia mi relación con ella se volvió muy complicada. Si yo hubiera tenido más noción de la vida, esa claridad que solo llega precisamente con el tiempo, me habría dado cuenta de que sus ideas, sus manías, sus tratos y sus convicciones eran el fruto de su época. Eran resultado de dónde nació y el entorno en el que creció, de las responsabilidades que tuvo que asumir siendo la hija mayor y con una mamá que murió muy joven; de la migración que hizo a Guadalajara en busca de un mejor futuro, del arduo trabajo en la pensión para estudiantes y trabajadores que tuvo que administrar sola en la avenida Hidalgo 118, en el Centro tapatío, porque mi abuelo debió viajar para buscar oportunidades de trabajo.
Ahora entiendo mucho de ella. Ambas éramos necias, pero yo estaba en el otro extremo: lo mío era resultado de la arrogancia que te da la juventud, esa banalidad que se cura con los años y con los golpes que nos sorraja la vida.
Ahora sé que era la mejor para contar relatos de miedo; cuentos y leyendas increíbles que quedaban detenidas en las calles empedradas del pueblo en donde nació, y que no me cansaba de escuchar, aunque conociera de memoria el final.
Ahora sé que podría haber aprovechado más sus conocimientos culinarios y preparar todas esas recetas que ella aprendió de su mamá y de su abuela, quienes estaban entre las mejores cocineras que conocieron varias generaciones, a decir de más gente con la que he hablado y que probaron sus comidas. Podría haber explorado todos esos saberes (y sabores) centenarios de su cocina, pero ella era muy mandona y yo, poco tolerante.
Ahora sé que podría haberla escuchado más y mejor. Debí poner atención a las historias de las familias importantes del pueblo, aunque me las repitiera mil veces; ahora recordaría a detalle sus casas de adobe y ladrillo, con sus "buenos días le dé Dios" en las calles, con el golpe de los cascos de los burros en los que repartían leche cuando apenas amanecía, con sus zaguanes de puertas abiertas y sus fiestas patronales y sus heladas de principios de año; sabría los pormenores de cuando la hicieron ir a bailar y cantar frente a los cristeros para que estos soltaran al revoltoso de su papá, a quien tenían retenido por andar en el brete, sin siquiera pertenecer a algún bando.
Ahora sé que era verdad que veía a sus muertos, que hablaba con ellos, que en su cabeza aún vivían su mamá y su papá y su esposo, y también mi hija, cuando aquella ocasión, ya postrada, nos dijo a Gerardo y a mí que cuidáramos bien de esa niña, pero esa niña ya tenía casi un año de fallecida.
Si hubiera sabido más de ella ahora sabría más sobre mí, pero no estuve tan presente como debía.
Y lo lamento.
X: @perlavelasco
jl/I