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Jueces nuevos renunciando
Porque nos la quitaron
Cinco años y medio antes de morir asesinado, el periodista Javier Valdez recibió el Premio Internacional a la Libertad de Prensa. Como reportero de seguridad pública conocedor de las cloacas del municipio que lo vio nacer, en la ceremonia realizada en Nueva York por el Comité para la Protección de Periodistas advirtió: “En Culiacán, Sinaloa, México, es un peligro estar vivo, y hacer periodismo es caminar sobre una invisible línea marcada por los malos, que están en el narcotráfico y en el gobierno, un piso filoso y lleno de explosivos. Esto sucede en casi todo el país, uno debe cuidarse de todo y de todos, y no parece haber opciones ni salvación, y muchas veces no hay con quien acudir”. En un crimen aún impune, el fundador del semanario Ríodoce fue atacado a tiros el 15 de mayo de 2017, a pocos metros de la oficina del impreso. Lo acribillaron en su tierra, Culiacán.
Los reporteros que atienden informativamente lo que sucede en el subterráneo de las sociedades conocen la parte oscura de las ciudades. Lo malévolo. Y Javier Valdez era uno de los que se asomaba a ese mundo, en el que sobresalen las actividades de los grupos dedicados al narcotráfico y otros delitos. Al lado de los culichis pacíficos y trabajadores, otro mundo paralelo y violento se desenvuelve. Asomarse y escribir algo es arriesgado. Es jugarse el pellejo. De 2004 a la fecha han sido ultimados cuatro periodistas en Sinaloa; a dos los asesinaron en Culiacán.
Pero no únicamente profesionales de la información han sido blanco de balas. También miles de hombres, mujeres, niños, jóvenes de todos los estratos. La disputa del territorio, los asesinatos y las desapariciones son relatos cotidianos de culichis y sinaloenses. Del periodo que abarca los recientes 12 años, de 2007 a mediados de 2019, han desaparecido más de 4 mil 200 personas, informó la Fiscalía General del Estado. De enero a julio de este año las autoridades contabilizaron 91 fosas clandestinas ubicadas en 59 lugares, de las que extrajeron 71 cuerpos y 96 osamentas.
La fortaleza del cártel que controla Sinaloa se mostró con claridad y rudeza la semana pasada en el operativo fallido, mal planeado, trágico y frustrado que buscaba detener a uno de los hijos de El Chapo Guzmán. Lo sucedido ese día, entre balaceras, muertes y pavor de los habitantes, es una escena más de otras innumerables que ha protagonizado un grupo delictivo enquistado profundamente en la entidad, con largas ramificaciones dentro y fuera de México.
Desde el siglo 19 se cultivan enervantes en Sinaloa. En la década 20 del siglo pasado en esa entidad y otras ya se fumaba opio. En esos años las autoridades de la entidad empezaron a combatir la plantación de adormidera. Los migrantes procedentes de China, que conocían lo que era sembrar, cosechar y producir opio, fueron perseguidos, como anota Diego Enrique Osorno en su libro El Cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco. También estadounidenses empezaron a comercializar droga en esos años. Sinaloenses se sumaron al negocio. La amapola y la marihuana florecieron. Los grupos delictivos crecieron.
Ninguna operación del Estado mexicano ha podido contener a los narcotraficantes de Sinaloa. Han tenido casi un siglo de experiencia y aprendizajes para moverse al margen de la ley. Ni los operativos en los años 60 y 70 en ese estado, ni la llamada Operación Cóndor, que ocasionó llegaran capos y sus familias a radicar en Jalisco. Nada los ha detenido. Han contado con la complicidad de políticos, empresarios y miembros de las fuerzas de seguridad. Lo que sucedió este jueves en Culiacán fue, en la sangrienta historia de las drogas, otro lamentable episodio que no debiera repetirse.
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JJ/I