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Ingenuos
El abogado de Ovidio
Desde lejos se veía una enorme fila de paraguas; la mayoría eran negros y unos pocos tenían figuras geométricas o eran de otro color.
Mi casilla electoral había cambiado de ubicación en menos de una semana. Ya me parecía muy extraño que fuéramos a votar en una veterinaria. Digo, tal vez la asesoría de un perruno o gatuno experto no habría estado mal, pero la verdad es que era rarísima esa ubicación. Ahora estaba en un taller mecánico, en una esquina de esa colonia en la que crecí y ha vivido mi familia por tanto tiempo, en el distrito 8, en Guadalajara.
Me acerqué primero al portón blanco con verde de Servicio Rápido Orozco. De un lado, unas quince personas formadas esperaban para entrar a la casilla básica; del otro, una enorme fila que le daba la vuelta a la esquina y seguía media cuadra más esperaba a aquellos cuyos apellidos empezaban con las letras correspondientes entre la M y la Z. Y pues claro que, porque el apellido manda, fue en esa fila eterna donde debí acomodarme.
Jamás, en los 24 años que tengo votando, había tardado tanto tiempo en una fila. Ni siquiera cuando debí hacerlo en una casilla especial en Colima, en 2006, porque estaba trabajando en aquella ciudad en esos momentos.
Fueron dos horas bajo el inclemente sol de junio, en esta Guadalajara en la que no solo no ha llovido, sino que además atraviesa por un calor inusitado, donde poco viento hace durante el día, donde las nubes no han hecho mucha presencia y donde el agua que llega a casa, digan lo que digan, sigue teniendo colores dudosos, si es que acaso cae.
Llegué a las 12:30 en punto. Pasó una hora y yo apenas había avanzado un par de fachadas. Las personas adultas mayores y con discapacidad podían entrar directamente, igual que sus acompañantes. De una de esas casas salió una señora con una jarra de agua fría, que comenzó a ofrecer y repartir entre quienes estábamos a la espera. Varios aceptaron, otros ya traíamos con nosotros algo para beber. A los pocos minutos pasó un señor vendiendo refrescos fríos y aguas: veinticinco pesos; un exceso, si me lo preguntan, pero un visionario, si lo pienso un poco más.
Aguantar de pie, sentir la resolana, ver que la fila apenas avanza, no saber por qué va todo tan lento.
Conforme avanzaba reconocía a mis vecinos, con quienes conviví tantos años. Las personas en la iglesia de la colonia, una compañera de la primaria a quien identifiqué porque, al llegar a la mesa y entregar su credencial, dijeron su nombre en voz alta y yo recordaba perfecto sus apellidos, la dueña de la tiendita de obsequios como parte de la mesa de casilla, el hermano menor (ya un adulto, obviamente) de uno de los niños con quienes jugábamos en la calle de espaldas de la casa…
Salí de la casilla a las 2:36 de la tarde. Mi paraguas negro había soportado todo ese tiempo. Me ardían las plantas de los pies y se me quemaron los dedos porque, al igual que muchos otros, llevaba sandalias.
Estar todo ese tiempo allí parada me hizo pensar en la buena vecindad que siempre me arropó de niña e incluso de adulta. En los saludos matutinos o vespertinos al encontrarte a alguien en la calle, aunque no le conocieras directamente. En los ofrecimientos desinteresados en ayudar al otro. En los espacios seguros que construyó esa comunidad para sus niños y niñas, para sus ancianos, para los adolescentes y jóvenes.
Y espero, de verdad, que volvamos a tener esos vínculos, esos lugares, esa tranquilidad.
Donde alguien nos ofrezca un vaso de agua y nosotros lo aceptemos.
Con plena confianza.
X: @perlavelasco
jl/I