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Si alguna vez en su vida han visto anime sabrán que, por alguna rara razón, la comida que sale en estas películas o series casi siempre tiene un aspecto increíble. Conozco a personas, de las que ahora llaman influencers en las redes sociales, que se encargan de recrear las maravillosas recetas que proyectan, o libros editados de forma magistral que recopilan los platillos más emblemáticos.
Humeantes fideos con carne y verduras; huevos amarillo brillante acompañado de arroz; rollos de pescado o mariscos frescos; pollo al curry bellamente presentado; un vaporoso té servido en rituales; dos enormes bolas de helado en un caluroso día de verano, con las chicharras sonando a lo lejos, como acompañantes musicales… estoy segura de que sabemos de estas escenas y las hemos visto en más de una ocasión en la pantalla, antes, cuando éramos niños, o ahora, ya adultos.
Hace poco vi una película japonesa de anime (está en Netflix), Shiki Oriori: Sabores de juventud, que se estrenó en 2018. Es una antología de tres historias cortas que exploran temas de nostalgia, amor y crecimiento personal, reconocida por su impresionante animación y su estilo visual evocador, así como por su narrativa emocional y poética. La línea conductora son los recuerdos y sentimientos asociados con la juventud, enlazados por la comida, esa comida que apapacha, que tranquiliza, que emociona, que nos hace sentir amados cuando la probamos.
Algunas personas llaman a esto comfort food, aunque al no haber una traducción exacta, este tipo de comida puede ser diferente para cada contexto o cultura, desde una hamburguesa que te recuerde a cuando eras adolescente hasta el famoso caldo de pollo que hacían en casa cuando estabas enfermo de gripe, pero que tienen en común evocar momentos especiales, sean de consuelo, de compañía, de felicidad, de tranquilidad, de amor, y que, al comerlas de nuevo, nos llevan otra vez a ese estado, a esa sensación.
En un ejercicio muy sencillo y nada estadístico, en la semana compartí en mis redes sociales la pregunta de cuál era esa comfort food que les llenaba el corazón. Y aunque hubo respuestas variadas y razones muy diferentes, muchas personas que respondieron hablaban de la comida que hacían sus abuelas, preparados simples o harto complejos que les trasladaban a sus infancias y adolescencias; platillos hechos por las mamás de nuestras mamás o nuestros papás que, aunque otros hayan querido replicarlos o los hayan seguido haciendo, no se comparan con el sazón que las abues les ponían.
Mole, enchiladas, frijoles, tamales, distintas variedades de sopas, café con leche, molletes, arroz con leche, capirotada y sándwiches fueron parte de lo que las personas contestaron a mi pregunta, con sus breves razones, muchas relacionadas con el simple hecho de la compañía, de la muestra del amor familiar, de las tardes de merienda, de las jornadas después de la escuela, del consuelo tras una muerte o en medio de una latosa enfermedad, de los cumpleaños o fiestas especiales…
La comida llena nuestros sentidos de formas de las que a veces no somos conscientes. Nos alegra el olfato, nos baña la vista, nos alebresta el gusto… ¿Quién no ha salivado solo de imaginar un mango con chilito, sal y limón, como los que vendían en las cooperativas escolares? ¿Quién no ha sentido emoción al llegar a casa y oler a pan en el horno o a una salsa de chile cociéndose lentamente en una cazuela de barro?
Y aunque ya no necesariamente nos sepa igual a cuando éramos unos niños o adolescentes, aunque nuestra mamá no tenga el mismo sazón que tenía la abuela, aunque en nuestro pueblo o ciudad de origen esa comida sepa mejor que en el lugar donde ahora estamos, de alguna forma la comida siempre está presente, sea en recuerdos, en recetas que pasan de una generación a otra, en anécdotas familiares, en momentos de festejo o de pérdida.
Acompañándonos.
X: @perlavelasco
jl/I