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Regalos

Esta semana, a propósito de la FIL, Sergio René de Dios escribió en su columna Aparador sobre el placer de leer, de heredar libros, de incentivar en los otros el gusto por la lectura. Y yo, tras leerlo, me quedé pensando en cómo es que, al prestar o regalar un libro que nosotros ya leímos y que obviamente nos encantó (o no lo pasaríamos a otras manos), abrimos una ventana a nuestro pensamiento, nuestros amores, lo que nos hace ser.

Les decimos a nuestros amigos, novias, hermanos, alumnas: esto es una parte de lo que soy y este libro es una ventana a eso que tengo dentro, que revolotea en mi cabeza, en lo que llevo semanas pensando y que quiero compartir contigo para, tal vez después, compartir ese nuevo amor juntos, masticarlo, desmenuzarlo, darle un significado dentro de nuestra propia historia.

Esa es una de las bondades que tiene el conocimiento: cuando una persona comprarte un libro, una película, una canción, incluso algo más abstracto como sus pensamientos, este se multiplica: más personas pueden saber de ello y quien lo compartió originalmente no lo pierde, sino incluso puede nutrirse de todo eso que a los demás les haga sentir o pensar lo que entregó originalmente.

Esa amiga recién llegada a mi vida que, hace veinte años, me prestó la novela Sputnik, mi amor, de Haruki Murakami. Eran copias simples, porque entonces no teníamos para más, pero ella las había engargolado para cuidarlas con esmero. En casa lo devoré sin pausas. Era esa preciosa metáfora de orbitar alrededor de un amor al que jamás llegaremos, justo como un satélite, y entendía por qué le gustaba tanto. Ella hizo, con ese preciso acto de bondad, que siguiera leyendo a Murakami. Aun ahora, pese a que ya tenemos años sin hablar, hay un libro de ella en mi librero, que me ha acompañado en todas mis mudanzas y que he pensado mil veces en devolverle.

Ese gran amigo de la universidad que un día me dijo: “Estoy seguro de que este libro te va a gustar mucho”, y me lo prestó. Y atinó. Disfruté muchísimo Defensa apasionada del idioma español, de Álex Grijelmo. Me reí, me puso a pensar, me hizo entender que hay maneras preciosas y lúdicas de hablar de las palabras y del idioma. Desde entonces, Grijelmo se convirtió en uno de mis flechazos literarios y lo leo con gusto en cualquiera de las formas en como he encontrado sus textos, libros a los que de vez en cuando vuelvo nomás por el placer de redescubrir alguna joya.

Cuando comenzábamos a salir, Gerardo llegó con un libro de tapa oscura y cientos de páginas. Me regaló El mundo y sus demonios, la ciencia como una luz en la oscuridad, de Ann Druyan y Carl Sagan. Ese libro fue eso, una luz en medio de tanta niebla. La ciencia no como una respuesta, sino como una manera de discernir el mundo, de tamizarlo, y entonces acercarnos a entenderlo. El libro se convirtió en parte de mis favoritos y es uno de los que siempre menciono cuando me preguntan por aquellos que marcaron mi vida.

La literatura fantástica y de terror de Edgar Allan Poe llegó a mi vida en un libro de la colección Sepan cuántos… de Porrúa, de la mano del ahora esposo de una de mis primas, hace unos 25 años. Cada página se me fue como agua y en aquel tiempo solo pensaba en cómo era posible que apenas estuviera descubriendo algo tan increíble. Desde entonces, él se convirtió en una de mis personas favoritas.

Ellos, como muchos más, me dieron un poco de sí en cada uno de esos libros. Por ellos estoy armada con pedacitos de sus amores literarios.

Como rompecabezas.

X: @perlavelasco

jl/I