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Linchamiento presidencial: entre paranoia y bipolaridad

Charles Lynch fue un cuáquero estadounidense que, tras haber acusado a unas personas de sedición –que luego fueron absueltas–, decidió ejecutarlas de cualquier forma. De él viene el término de linchamiento y la ley Lynch, con la que una persona, en un juicio sumario, es declarada culpable sin pruebas y sin el debido proceso. De acuerdo con el Informe especial sobre los linchamientos en el territorio nacional, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), en 2018 se registraron 174 linchamientos con 271 víctimas. 

De acuerdo con el informe, un linchamiento se inicia “ante la incitación de una persona” o “líderes de la comunidad”; es necesario que alguien dé el primer paso para despertar la acción colectiva: el detonante de un linchamiento siempre es un líder, tipo Charles Lynch, pasando por encima la legislación o incluso la Constitución. 

Las mañaneras del presidente se han convertido, día a día, en una tribuna de linchamiento; un púlpito de ajusticiamiento. El presidente no solo acusa, sin pruebas, pasando por alto la presunción de inocencia y el debido proceso, sino que también incita a que personas e instituciones sean declaradas culpables y, como Poncio Pilatos, se lava las manos para purificar su acusación y dejar que el pueblo sea quien juzgue y así sacar provecho de la denuncia, justificando su actuación porque, como ciudadano, “tiene derecho a hacerlo”. 

Al presidente se le olvidan dos cosas: una, que no puede despojarse de la investidura presidencial para convertirse en un ciudadano común y corriente (esto solo ocurrirá cuando deje el cargo; mientras, la portará por tres años más) y, dos, para hacer denuncias, existen las instancias correspondientes, pero como desprecia con desdén las instituciones sin su vasallaje, entonces se asume como ciudadano para arremeter contra sus adversarios políticos, aunque utiliza facciosamente sus instituciones: la Fiscalía General de la República (FGR), Fiscalía Especializada para la Atención de los Delitos Electorales (FEPADE), la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y, claro, sus diputados y senadores. 

La realidad es que AMLO está desesperado: ha bajado su popularidad en las encuestas, al igual que sus candidatos en las diversas campañas electorales del país; el escenario electoral no es nada halagüeño. Lo que más le duele es que su candidata en Nuevo León pasó de encabezar las preferencias electorales hasta el tercer lugar. A diario utiliza su tribuna mañanera para embestir contra los candidatos opositores y parece estar preparando el terreno para declarar nula dicha elección. A AMLO nunca le ha gustado perder y no lo va a hacer ahora que es presidente de la República. Su bipolaridad se muestra cuando desdeña que candidatos de su partido también usan tarjetas en sus campañas; o en la defensa de su entrañable amigo Félix Salgado Macedonio. 

Por otro lado, su paranoia se denota con su diaria diatriba contra otros villanos favoritos que, según él, pretenden desestabilizar su gobierno: los medios de comunicación, el partido conservador, los consejeros del INE, el juez Gómez Fierro, los neoliberales, Carlos Salinas; aunque tarde se dará cuenta que sus verdaderos enemigos son sus incondicionales y quienes lo rodean en su corte imperial, que al final terminarán por hundirlo. 

El uso diario del poder presidencial para incitar al linchamiento de sus adversarios políticos bien podría resumirse con la aplicación de la ley López (Lynch) pasando por alto las leyes y la Constitución: su paranoia y bipolaridad son preocupantes. 

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jl/I