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Democracia liberal 'vs.' populismo

El fin de la historia es una falacia; la historia es un continuum dinámico difícil de vaticinar, pero posible de imaginar. Mientras existan voces esperanzadoras de utopías presuntivas y experimentos sociales forzados, la práctica política será acuciosa. El acontecer contemporáneo nos permite ser testigos tanto de nuevas posibilidades y expresiones alternas a los regímenes tradicionales, aunque también de descontento con las actuales.

Así, el mundo está experimentando el surgimiento de movimientos populistas y sentimientos antiélite en Europa motivado por la crisis económica y migratoria, como en Italia, donde en las pasadas elecciones obtuvieron 50.03 por ciento de los votos, similar a lo que ocurre la República Checa (49.6) y Grecia (54.6), o Polonia (51.18) y Hungría (65.09), donde gobiernan los populistas (y en menor medida Chipre, Eslovaquia, Estonia, Lituania y Bulgaria, todos ellos con un poco más de 30). ¿Será acaso que las políticas de populismos de derecha prevalezcan en el futuro en las democracias europeas?

En su reciente libro, Antipluralismo: la amenaza populista a la democracia liberal, William Galston realiza un balance del populismo como amenaza a las democracias liberales en el mundo. Argumenta que la recesión económica mundial, la falta de respuesta de las instituciones, la cada vez mayor división entre lo urbano y lo rural, además de los intentos errados para resolver con efectividad el problema de la inmigración han abonado el campo para la aparición de un sentimiento populista entre élites políticas y los ciudadanos.

Si bien las deficiencias de las democracias liberales no responden las demandas de la mayoría de los electores, las alternativas son poco atractivas: dictaduras autocráticas, etnonacionalismos, teocracias o el nuevo régimen de mercado chino. A diferencias de estas expresiones políticas, el autor considera que las democracias liberales tienen la posibilidad de generar correcciones para solventar sus deficiencias.

No obstante, el peligro más latente para las democracias liberales, según Galston, está en el resurgimiento de movimientos populistas. Si se observan los diferentes barómetros de la democracia, se puede advertir que la energía, el apoyo y la confianza de las democracias en el mundo han declinado consistentemente ante un apoyo creciente a preferir soluciones autoritarias, con tal de resolver los problemas que aquejan a la ciudadanía. Los mejores ejemplos son los gobiernos de Rusia y de China.

Galston argumenta que una política que busca culpar a un grupo de personas o élites de los problemas de los electores dispone un terreno fértil para el surgimiento de demagogos que puedan manipular las esperanzas y los miedos de los ciudadanos con un mensaje recurrente: “Las élites son corruptas y el pueblo es virtuoso”; por lo tanto, se debe “dejar de lado las sutilezas de los expertos y depender del sentido común de los ciudadanos comunes”. A decir del autor, los demagogos con frecuencia se ven en principio muy activos dentro del sistema político, posteriormente ellos y sus seguidores consideran que las instituciones democráticas son parte del problema (“Al diablo con las instituciones”).

Para Galston, el populismo se considera más una postura emotiva que una ideología elaborada que puede ser utilizado por líderes políticos para movilizar a sus seguidores en la consecución del poder político. Si bien el populismo carece de una teoría elaborada, no está desprovista de una estructura coherente o lógica interna: el pueblo es homogéneamente virtuoso, mientras que las élites son irremediablemente corruptas en detrimento del pueblo. A todas luces, esta concepción es contradictoria con el principio democrático de pluralismo y la protección a las minorías.

El fin de toda democracia es crear una esfera de derechos y libertades alejada del alcance del gobierno donde los individuos puedan disfrutar de su libertad e independencia. Un gobierno democrático está diseñado para resguardar esos derechos, no para redefinirlos o limitarlos; cuando se traiciona este principio, los ciudadanos están en todo derecho a modificarlo. Sin embargo, el principio republicano sólo debe aceptar regímenes de gobierno que sean consecuentes con esos derechos y los tutele.

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JJ/I