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La danza macabra

Desde tiempos inmemorables la humanidad ha sido presa de adversidades, tanto naturales como autoinfligidas: terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, pandemias, guerras, genocidios, hambrunas. Incontables vidas se han perdido en estas tragedias brutales, que han dejado huellas imborrables en comunidades, pueblos y naciones.

De la mayoría de las fatalidades algunas personas han dado cuenta de lo ocurrido a través de escritos, memorias o relatos de cómo las personas se enfrentaron a los flagelos mortíferos. Un testimonio desgarrador es el del periodista chino Yang Jisheng, autor de libro Lápida: la gran hambruna china, 1958-1962, describe cómo el “gran salto delante” del gobierno chino ocasionó la muerte de aproximadamente 45 millones de habitantes de ese país. El propio autor narra cómo su propio padre murió literalmente de hambre.

Así, la tragedia humana ha sido escudriñada desde diferentes ángulos, históricos, filosóficos, sociológicos, artísticos. Tal vez uno de los más antiguos fue Tucídides, quien fue testigo de la peste que azotó Atenas en la guerra contra Esparta de 430 a 429 a. C. Escribe que la plaga “superó ampliamente la posibilidad de describirla en palabras, y excedió por su crueldad lo que la naturaleza humana puede soportar”, al cobrar la vida de unas 100 mil personas a lo largo de cuatro años. Tucídides describió para la posteridad las condiciones en que se generó, el cuadro clínico con precisión de los síntomas y signos, así como la evolución.

Boccaccio escribió el Decamerón, quien fuera testigo de la plaga que azotó Florencia entre 1347 y 1351. En la primera jornada hace una descripción de la peste: “El doloroso recuerdo de aquella pestífera mortandad pasada, universalmente funesta y digna de llanto… y para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna; y casi todos se inclinaban a un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas”, y agrega: “¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!”.

Daniel Defoe, a quien conocemos por Robinson Crusoe, escribió Diario del año de la peste, anotaba de forma pormenorizada las defunciones que se ocurrían en la ciudad y “me llenaba de sombríos pensamientos acerca de la desgracia que estaba cayendo sobre Londres, y de la desdichada situación de quienes permanecerían en ella”. Sin embargo, una vez que la epidemia se atenuó; quienes permanecieron recluidos, al salir a festejar, “en el exceso de su júbilo la gente hizo tantas cosas extravagantes como las que había hecho en la angustia de su dolor”.

Albert Camus, en su novela La peste, describe una plaga ficticia en Oran, Algeria, en la década de 1940. El protagonista reflexionaba que los ciudadanos “no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”, y a propósito de nuestra actual condición de reclusión, agrega: “Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días”.

De este encierro obligado debemos reflexionar con seriedad el futuro anhelado y el compromiso con nosotros, la familia, los amigos y los colegas.

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